lunes, 15 de agosto de 2016

Un dos de mayo turco / Alberto Piris *

El pueblo alzado en las calles de Madrid contra el ocupante extranjero el 2 de mayo de 1808 y la ola de patriotismo y religión que sumió a España en un exaltado estado de rebelión son un antecedente histórico del pasado 15 de julio en Turquía, cuando en Estambul y Ankara estalló una revuelta popular para aplastar el intento de golpe de Estado de los militares sublevados contra al Gobierno de Erdogan.

Si el pueblo de Madrid se echó a la calle para evitar que los soldados franceses secuestraran al infante Francisco de Paula (“¡Que se lo llevan!” fue la consigna de los amotinados) y se apoderaran así de toda la familia real, deportada a Bayona, los turcos lo hicieron para impedir el derrocamiento de Erdogan por la fuerza de las armas. Pero el paralelismo termina ahí.

Al contrario de la lucha callejera que en España se fue agravando y complicando al paso de los años, atrayendo la intervención extranjera -en la que llegó a participar el propio Napoleón (que con ello cometió uno de sus peores errores estratégicos), el 15 de julio de 2016 en Turquía fue un conflicto interno que no parece probable haya de sobrepasar las fronteras del Estado ni implicar a otras naciones. Turcos fueron los que pretendieron derribar a Erdogan y turcos fueron también los que rechazaron el golpe militar.

Los “mártires” populares de esa trágica noche fueron sacralizados en el altar de la patria y, por encima de ellos, se elevó la figura protectora de Erdogan, que logró evadir el apresamiento y en difícil situación personal movilizó al pueblo, erigiéndose como el salvador de la democracia y la personificación del más genuino espíritu turco.

En la mente del pueblo se equiparó al padre de la patria por excelencia, Kemal Ataturk, y se le coronó con los mismos laureles que al héroe de la Primera Guerra Mundial que rechazó la invasión aliada tras una larga y sangrienta campaña. Los muertos durante la intentona del 15 de julio han sido honrados al igual que los que perecieron defendiendo la tierra turca en Gallipoli entre abril de 1915 y enero de 1916.

Quizá azuzados desde instancias gubernamentales, circularon rumores y se publicaron noticias que ponían los hilos del complot en manos de intereses extranjeros, presuntamente envidiosos de la política de Erdogan, que tanto estaba acrecentando el prestigio de Turquía, o propiciadores de una guerra civil que debilitara a un Estado que empezaba a influir en su región más de lo que deseaban ciertos poderes foráneos. Y gran parte del pueblo lo creyó a pie juntillas.

La vaguedad de las respuestas occidentales al golpe de Estado y su insistencia, una vez éste desarticulado y apresados los autores, en el respeto a los derechos de los sublevados, hirieron el amor propio del pueblo y le llevaron a cerrar filas con su presidente.

Fue un acto reflejo colectivo, no muy distinto a las manifestaciones populares de apoyo al franquismo en septiembre de 1975, con motivo de la repulsa internacional que suscitaron los últimos fusilamientos del régimen, con condenas del Vaticano y de destacados dirigentes internacionales.

Cuando el 29 de julio pasado Erdogan presidió una ceremonia de homenaje a los que murieron durante el golpe de Estado, su discurso estuvo cargado de xenofobia y chovinismo islámico, una explosiva mezcla de patriotismo turco e islamismo nacional. Llegó a proclamar que él era también un esclavo de Alá y estaba listo para el martirio.

Arrastrado por una retórica similar a la de Franco en 1975, cuando en la plaza de Oriente madrileña afirmó que “lo que en España y Europa se ha armado [tras los citados fusilamientos] obedece a una conspiración masónico-izquierdista, en contubernio con la subversión comunista-terrorista en lo social, que si a nosotros nos honra, a ellos les envilece”, Erdogan preguntó ese día a la multitudinaria masa que le escuchaba enfervorizada si creía que los conspiradores del 15 de julio podían ser musulmanes y turcos. Un estentóreo “¡Nooo!” fue la respuesta, lo que le permitió afirmar: “No. Ellos no tienen nada que ver con esta nación”. Con ello se dio a sí mismo carta blanca para iniciar un profunda depuración en las estructuras del país.

Conviene recordar que en Alemania se prohibió la retransmisión pública del citado discurso, en el que Erdogan acusó a un innominado general estadounidense de apoyar a los golpistas y a EE.UU. de proteger al presunto autor intelectual del golpe, el clérigo Fetulá Gulen, residente en EE.UU.

Una de las consecuencias de este dos de mayo turco ha sido un notable cambio en el tablero internacional. El presidente de la Comisión Europea ha declarado que Turquía no reúne ahora condiciones para ingresar en la UE en breve plazo; por otro lado, la tradicional popularidad de que gozaba Europa se ha hundido para la opinión turca mayoritaria. Erdogan se entrevista con Putin y restaura las relaciones ruso-turcas mientras el segundo ejército más numeroso de la OTAN y piedra angular en el despliegue estratégico de la Alianza se ve sometido a una intensa purga. Están cambiando las circunstancias en esa crítica bisagra estratégica que articula Asia y Europa y no puede predecirse el resultado de la transformación.


(*) General de Artillería en la Reserva y Diplomado de Estado Mayor en España


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