Frente a las “elites” urbanas, las derechas nacionalistas
llevan a cabo una contrarrevolución cultural en el ámbito de la
inmigración y en el de los valores tradicionales. No obstante, persiguen
el mismo proyecto económico que sus rivales. La cobertura mediática a
ultranza de esta división pretende forzar a las poblaciones a elegir uno
de estos dos males.
Budapest,
23 de mayo de 2018. Stephen Bannon, con una chaqueta oscura un poco
amplia y, sobre una camiseta, una camisa violeta con el cuello
desabrochado, se plantó ante un público compuesto por intelectuales y
notables húngaros.
“La mecha que propagó la revolución de Trump se
encendió el 15 de septiembre de 2008 a las nueve de la mañana, cuando
Lehman Brothers se vio obligado a anunciar su quiebra”. El exestratega
de la Casa Blanca no lo ignora: aquí, la crisis ha sido particularmente
violenta.
“Las elites se rescataron a sí mismas. Socializaron por
completo el riesgo –continúa diciendo este exvicepresidente en el seno
del banco Goldman Sachs, cuyas actividades políticas están financiadas
por fondos especulativos–. ¿Acaso se ha rescatado a la gente de la
calle?”.
Este “socialismo para los ricos” habría provocado en varios
puntos del planeta una “auténtica revuelta populista. En 2010, Viktor
Orbán regresó al poder en Hungría”; fue “Trump antes de Trump”.
Una década después de la tempestad financiera, el hundimiento
económico mundial y la crisis de la deuda pública en Europa han
desaparecido de los terminales de Bloomberg en los que parpadean los
parámetros de las constantes vitales del capitalismo. Pero su onda
expansiva ha amplificado dos grandes desajustes.
En primer lugar, el del orden internacional liberal posterior a la
Guerra Fría, centrado en la Organización del Tratado del Atlántico Norte
(
OTAN), las instituciones financieras
occidentales y la liberalización del comercio.
Aunque, al contrario de
lo que prometía Mao Zedong, el viento del Este aún no prevalece sobre el
viento del Oeste, la recomposición geopolítica ha comenzado: cerca de
treinta años después de la caída del Muro de Berlín, el capitalismo de
Estado chino extiende su influencia; la “economía socialista de
mercado”, basada en la prosperidad de una clase media en ascenso,
vincula su futuro al de la globalización continua de los intercambios,
la cual descompone la industria manufacturera de la mayoría de los
países occidentales.
Como la de Estados Unidos, que el presidente Donald
Trump prometió salvar de la “masacre” desde su primer discurso oficial.
La sacudida de 2008 y sus réplicas también han perturbado el orden
político, que veía en la democracia de mercado la forma acabada de la
historia. La altivez de una tecnocracia untuosa, deslocalizada y situada
en Nueva York o en Bruselas, que impone medidas impopulares en nombre
de la pericia y de la modernidad, ha allanado el camino a gobernantes
estruendosos y conservadores.
De Washington a Varsovia pasando por
Budapest, Trump, Jaroslaw Kaczynski y Orbán se identifican con el
capitalismo tanto como Barack Obama, Angela Merkel, Justin Trudeau o
Emmanuel Macron; pero un capitalismo vehiculado por otra cultura,
“iliberal”, nacional y autoritaria, que exalta el país profundo en lugar
de los valores de las grandes metrópolis.
Una fractura divide a las clases dirigentes. Los medios de comunicación
la ponen en escena y la amplifican, reduciendo el horizonte de las
posibles opciones políticas a dos hermanos enemigos. Ahora bien, los
recién llegados comparten con los otros el objetivo de enriquecer a los
ricos, pero recurriendo al sentimiento que inspiran el liberalismo y la
socialdemocracia a una fracción, a menudo mayoritaria, de las clases
populares: una mezcla de aversión y rabia.
“Hemos reconstruido China”
La respuesta a la crisis de 2008 ha puesto de manifiesto, sin dar
opción a mirar hacia otro lado, tres desmentidos de la letanía sobre el
buen gobierno que los dirigentes de centroderecha y de centroizquierda
producían desde la descomposición de la Unión Soviética. Ni la
globalización, ni la democracia, ni el liberalismo han salido indemnes.
En primer lugar, la internacionalización de la economía no es buena
para todos los países, ni siquiera para la mayoría de los asalariados en
Occidente. La elección de Trump propulsó a la Casa Blanca a un hombre
convencido desde hacía mucho tiempo de que, lejos de ser rentable para
su país, la globalización había precipitado su declive y garantizado el
despegue de sus rivales estratégicos. Con él, el “Estados Unidos
primero” prevalece sobre el “ganador-ganador” de los librecambistas.
Así, el pasado 4 de agosto, en Ohio, un estado industrial habitualmente
disputado pero donde ganó con más de ocho puntos de ventaja con respecto
a Hillary Clinton, el presidente estadounidense recordaba el déficit
comercial abismal (y creciente) de su país –“¡817.000 millones de
dólares al año!”–, antes de proporcionar una explicación al respecto:
“No tengo nada en contra de los chinos.
Pero ni siquiera ellos se pueden
creer que les hayamos dejado actuar a nuestra costa hasta este punto.
Realmente hemos reconstruido China; es hora de reconstruir nuestro país.
Ohio ha perdido 200.000 empleos manufactureros desde que China se
incorporó [en 2001] a la Organización Mundial del Comercio. ¡La
OMC
es un desastre absoluto! Durante décadas, nuestros políticos han
permitido así que otros países nos roben nuestros empleos, nos quiten
nuestra riqueza y saqueen nuestra economía”.
A comienzos del siglo pasado, el proteccionismo propulsó el despegue
industrial de Estados Unidos, al igual que el de otras muchas naciones;
las tarifas aduaneras, además, financiaron durante mucho tiempo el poder
público, ya que el impuesto sobre la renta no existía antes de la
Primera Guerra Mundial. Trump, citando a William McKinley –presidente
republicano de 1897 a 1901, asesinado por un anarquista–, insiste:
“Había comprendido la importancia decisiva de las tarifas aduaneras para
mantener la potencia de un país”.
En la actualidad, la Casa Blanca
recurre a ellas sin dudarlo –y sin preocuparse por la
OMC–.
Turquía, Rusia, Irán, la Unión Europea, Canadá o China: cada semana
aporta su lote de sanciones comerciales contra Estados, amigos o no, a
los que Washington ha situado en su punto de mira. La mención de la
“seguridad nacional” le permite al presidente Trump librarse del aval
del Congreso, donde los parlamentarios y los
lobbies que financian sus campañas permanecen anclados al libre comercio.
En Estados Unidos, China produce más consenso, pero en su contra. No
solo por razones comerciales: Pekín también es percibido como el rival
estratégico por excelencia. Además de que suscita desconfianza por su
poder económico –ocho veces superior al de Rusia– y por sus tentaciones
expansionistas en Asia, su modelo político autoritario compite con el de
Washington.
Asimismo, aunque sostiene que su teoría de 1989 sobre el
triunfo irreversible y universal del capitalismo liberal sigue siendo
válida, el politólogo estadounidense Francis Fukuyama le aporta un matiz
esencial: “China es, con diferencia, el mayor reto en el relato del
‘fin de la historia’, puesto que se ha modernizado económicamente a la
vez que sigue siendo una dictadura. (…) Si, durante los próximos años,
continúa su crecimiento y conserva su posición como la mayor potencia
económica del mundo, admitiré que mi tesis ha sido definitivamente
refutada”
(1).
En el fondo, Trump y sus adversarios internos coinciden al menos en un
punto: el primero considera que el orden internacional liberal tiene un
coste demasiado elevado para Estados Unidos; los segundos, que los
éxitos de China amenazan con propiciar su fracaso.
De la geopolítica a la política solo hay un paso. La globalización ha
provocado la destrucción de empleos y la caída en picado de los
salarios occidentales –su proporción ha pasado, en Estados Unidos, del
64% al 58% del producto interior bruto (
PIB) solo en estos últimos diez años, es decir, una pérdida anual equivalente a 7.500 dólares (6.500 euros) por trabajador
(2).
Ahora bien, es precisamente en las regiones industriales devastadas
por la competencia china donde los obreros estadounidenses han girado
más a la derecha en estos últimos años. Por supuesto, se puede imputar
ese cambio electoral a una noria de factores “culturales” (sexismo,
racismo, apego por las armas de fuego, hostilidad hacia el aborto y
hacia el matrimonio homosexual, etc.).
Pero entonces hay que cerrar los
ojos ante una explicación económica al menos igual de concluyente:
mientras el número de condados en los que más del 25% de empleos
estadounidenses dependía del sector manufacturero se desplomó de 1992 a
2016, pasando de 862 a 323, el equilibrio entre los votos demócratas y
republicanos se metamorfoseó. Hace un cuarto de siglo se repartían casi
por igual entre ambos partidos (en torno a 400 cada uno); en 2016, 306
votaron a Trump y 17 a Clinton
(3).
La incorporación de China a la
OMC,
promovida por un presidente demócrata –William Clinton, precisamente–,
debía acelerar la transformación de ese país en una sociedad capitalista
liberal. Esta disgustó sobre todo a los obreros estadounidenses de la
globalización, del liberalismo y del voto demócrata…
Poco antes de la caída de Lehman Brothers, el expresidente de la
Reserva Federal estadounidense Alan Greenspan explicaba con calma:
“Gracias a la globalización, las fuerzas globales de los mercados han
reemplazado en gran medida las políticas públicas estadounidenses. A
excepción de las cuestiones de seguridad nacional, la identidad del
próximo presidente prácticamente ha dejado de importar”
(4). Diez años más tarde, nadie retomaría semejante diagnóstico.
En los países de Europa Central cuya expansión sigue basándose aún en
las exportaciones, el cuestionamiento de la globalización no se refiere
a los intercambios comerciales. Sin embargo, los “hombres fuertes” en
el poder denuncian la imposición, por parte de la Unión Europea, de
“valores occidentales” considerados débiles y decadentes por ser
favorables a la inmigración, a la homosexualidad, al ateísmo, al
feminismo, al ecologismo, a la disolución de la familia, etc. También
critican el carácter democrático del capitalismo liberal. No sin
fundamento, en este último caso.
Ya que, en materia de igualdad de
derechos políticos y civiles, la cuestión de saber si se aplicaban las
mismas reglas a todos se vio resuelta, una vez más, después de 2008: “No
se emprendieron acciones judiciales contra ningún financiero de alto
nivel –destaca el periodista John Lanchester–. Durante el escándalo de
las cajas de ahorros de los años 1980, se imputó a 1.100 personas”
(5).
Los detenidos de un centro penitenciario francés ya bromeaban sobre
ello en el siglo pasado: “Quien roba un huevo va a prisión; quien roba
un buey va al Palacio Borbón”
(6).
El pueblo elige, pero el capital decide. Al gobernar al contrario de
lo que habían prometido, los dirigentes liberales, tanto de derechas
como de izquierdas, han reforzado esta sospecha después de casi cada
escrutinio. Obama, elegido para acabar con las políticas conservadoras
de sus predecesores, redujo el déficit público, comprimió el gasto
social y, en lugar de imponer la seguridad social, obligó a los
estadounidenses a contratar un seguro médico con un cartel privado.
En
Francia, Nicolas Sarkozy atrasó dos años la edad de jubilación aunque se
había comprometido formalmente a no modificarla; con la misma
desenvoltura, François Hollande consiguió la aprobación de un pacto de
estabilidad europeo a pesar de que había prometido renegociarlo. En el
Reino Unido, el dirigente liberal Nick Clegg se alió, para sorpresa de
todos, al Partido Conservador y, más tarde, convertido en vice primer
ministro, aceptó triplicar las tasas universitarias pese a que había
jurado suprimirlas.
En los años 1970, algunos partidos comunistas de Europa Occidental
sugerían que su eventual llegada al poder por las urnas constituiría un
“billete de ida”, pues la construcción del socialismo, una vez en
marcha, no podía depender de las vicisitudes electorales. La victoria
del “mundo libre” sobre la hidra soviética adaptó este principio con más
astucia: no se suspende el derecho a voto, pero va acompañado del deber
de confirmar las preferencias de las clases dirigentes. So pena de
tener que comenzar de nuevo.
“En 1992 –recuerda el periodista Jack
Dion–, los daneses votaron en contra del Tratado de Maastricht: se
vieron obligados a volver a las urnas. En 2001, los irlandeses votaron
en contra del Tratado de Niza: se vieron obligados a volver a las urnas.
En 2005, los franceses y los neerlandeses votaron en contra del Tratado
Constitucional Europeo (
TCE): se les impuso
este con el nombre de Tratado de Lisboa. En 2008, los irlandeses votaron
en contra del Tratado de Lisboa: se vieron obligados a votar de nuevo.
En 2015, un 61,3% de griegos votó en contra del plan de adelgazamiento
de Bruselas, que se les impuso igualmente”
(7).
Aquel año, justamente, dirigiéndose a un Gobierno de izquierdas
elegido unos meses antes y obligado a administrar un tratamiento de
choque liberal a su población, el ministro de Finanzas alemán Wolfgang
Schäuble resumía el peso que otorgaba al circo democrático: “Las
elecciones no deben permitir que se cambie de política económica”
(8).
Por su parte, Pierre Moscovici, comisario europeo de Asuntos Económicos
y Monetarios, explicará más tarde: “Veintitrés personas en total, con
sus adjuntos, toman –o no– decisiones fundamentales para millones de
personas, los griegos en este caso, sobre parámetros extraordinariamente
técnicos, decisiones que escapan de todo control democrático.
El
Eurogrupo no rinde cuentas a ningún Gobierno, a ningún Parlamento, ni
tampoco al Parlamento Europeo”
(9). Una asamblea en la que Moscovici, sin embargo, aspira a participar el próximo año.
Este desprecio por la soberanía popular, autoritario e “iliberal” a
su manera, alimenta uno de los argumentos de campaña más poderosos de
los dirigentes conservadores a ambos lados del Atlántico. Al contrario
que los partidos de centroizquierda o de centroderecha, que se
comprometen –sin dotarse de los medios para ello– a reanimar una
democracia exánime, Trump y Orbán, al igual que Kaczynksi en Polonia o
Matteo Salvini en Italia, confirman su agonía.
De ella solo conservan el
sufragio mayoritario, e invierten la situación: al autoritarismo
exógeno y experto de Washington, Bruselas o Wall Street oponen un
autoritarismo nacional y sincero que presentan como una reconquista
popular.
Un intervencionismo masivo
El tercer desmentido aportado por la crisis al discurso dominante de
los años precedentes, tras los relativos a la globalización y a la
democracia, está relacionado con la supresión del papel económico del
poder público. Todo es posible, pero no para todo el mundo: en escasas
ocasiones ha quedado demostrado este principio con tanta claridad como
en la década pasada.
Creación monetaria masiva, nacionalizaciones,
desprecio por los tratados internacionales, actuación arbitraria de los
representantes electos, etc.: para salvar sin contrapartidas los
establecimientos bancarios de los que dependía la supervivencia del
sistema, la mayoría de las operaciones decretadas imposibles e
impensables se llevaron a cabo sin dificultades en ambos lados del
Atlántico.
Este intervencionismo masivo reveló un Estado fuerte, capaz
de movilizar su poder en un ámbito del que, no obstante, parecía haberse
excluido él mismo
(10). Pero si el Estado es fuerte es en primer lugar para garantizar al capital un contexto estable.
Inflexible cuando se trataba de reducir el gasto social para situar el déficit público por debajo del 3% del
PIB,
Jean-Claude Trichet, presidente del Banco Central Europeo entre 2003 y
2011, admitió que los compromisos financieros adquiridos a finales de
2008 por los jefes de Estado para salvar el sistema bancario
representaban a mediados de 2009 “el 27% del
PIB en Europa y en Estados Unidos”
(11).
Por su parte, las decenas de millones de desempleados, de desahuciados,
de enfermos repartidos por hospitales con escasez de medicamentos, como
en Grecia, nunca tuvieron el privilegio de constituir un “riesgo
sistémico”. “Con sus decisiones políticas, los Gobiernos de la zona euro
hundieron a decenas de millones de sus ciudadanos en las profundidades
de una depresión comparable a la de los años 1930. Es uno de los peores
desastres económicos autoinfligidos jamás observados”, precisa el
historiador Adam Tooze
(12).
El descrédito de la clase dirigente y la rehabilitación del poder
estatal no podían más que abrir la puerta a un nuevo estilo de gobierno.
Cuando le preguntaron en 2010 si le preocupaba acceder al poder en
plena tormenta global, el primer ministro húngaro sonrió: “No, me gusta
el caos. Ya que, partiendo de él, puedo construir un orden nuevo.
El
orden que quiera”
(13).
Al igual que Trump, los dirigentes conservadores de Europa Central han
sabido anclar la legitimidad popular de un Estado fuerte al servicio de
los ricos. Pero, en lugar de garantizar unos derechos sociales
incompatibles con las exigencias de los propietarios, el poder público
se consolida cerrando las fronteras a los migrantes y erigiéndose en
garante de la “identidad cultural” de la nación. El alambre de espino
marca, pues, el regreso del Estado.
Hasta ahora, esta estrategia que recupera, desvía y desnaturaliza una
demanda popular de protección parece funcionar. En definitiva, las
causas de la crisis financiera que hizo descarrilar al mundo permanecen
intactas y, mientras tanto, la vida política de países como Italia,
Hungría o regiones como Baviera parece obsesionada por la cuestión de
los refugiados. Amamantada en función de las prioridades de los campus
estadounidenses, una parte de la izquierda occidental, muy moderada o
muy radical, adora enfrentarse a la derecha en este terreno
(14).
Para combatir la Gran Recesión, los jefes de Gobierno revelaron el
simulacro democrático, la fuerza del Estado, la naturaleza muy política
de la economía y la inclinación antisocial de su estrategia general. La
rama en la que se apoyaban se ha debilitado, tal y como lo demuestra la
inestabilidad electoral que vuelve a barajar las cartas políticas.
Desde
2014, la mayoría de los escrutinios occidentales señalan una
descomposición o un debilitamiento de las fuerzas tradicionales; y,
simétricamente, el auge de personalidades o de corrientes ayer
marginales que critican las instituciones dominantes, a menudo por
razones opuestas, como Trump y Bernie Sanders, ambos detractores de Wall
Street y de los medios de comunicación.
Este escenario se repite al
otro lado del Atlántico, donde los nuevos conservadores consideran que
la construcción europea es demasiado liberal en los ámbitos social y
migratorio, mientras que las nuevas voces de izquierdas, como Podemos en
España, La France Insoumise (“Francia insumisa”) en Francia o Jeremy
Corbyn a la cabeza del Partido Laborista en el Reino Unido critican sus
políticas de austeridad.
Como no pretenden volver las tornas, sino solamente cambiar a los
jugadores, los “hombres fuertes” pueden contar con el apoyo de una
fracción de las clases dirigentes. El 26 de julio de 2014, en Rumanía,
Orbán no se anduvo con rodeos en un discurso decisivo: “El nuevo Estado
que estamos construyendo en Hungría es un Estado iliberal: un Estado no
liberal”.
Pero, al contrario de lo que los grandes medios de
comunicación han venido repitiendo desde entonces, sus objetivos no se
limitaban al rechazo del multiculturalismo, de la “sociedad abierta” y a
la promoción de los valores familiares y cristianos. También anunciaba
un proyecto económico, el de “construir una nación competitiva en la
gran competición mundial de las próximas décadas”.
“Consideramos
–declaraba– que una democracia no debe ser necesariamente liberal y que
no porque un Estado deje de ser liberal deja de ser una democracia”. En
suma, el primer ministro húngaro, poniendo como ejemplo a China, Turquía
y Singapur, devolvió al remitente el “No hay otra alternativa” de
Margaret Thatcher: “Las sociedades que tienen una democracia liberal
como base probablemente sean incapaces de mantener su competitividad en
las próximas décadas”
(15). Semejante designio atrae a los dirigentes polacos y checos, pero también a los partidos de extrema derecha francés y alemán.
Las peroratas del “capitalismo inclusivo”
Ante el impactante éxito de sus rivales, los pensadores liberales han
perdido altivez y ostentación. “La contrarrevolución está alimentada
por la polarización de la política interior, pues el antagonismo
reemplaza el compromiso. Y se fija como objetivo la revolución liberal y
las ganancias obtenidas por las minorías”, se estremece Michael
Ignatieff, rector de la Universidad Centroeuropea en Budapest, una
institución fundada por iniciativa del multimillonario liberal George
Soros.
“Está claro –añade– que el breve momento de dominación de la
sociedad abierta ha terminado”
(16).
A su parecer, los dirigentes autoritarios que sitúan en el punto de
mira el Estado de derecho, el equilibrio de poderes, la libertad de los
medios de comunicación privados y los derechos de las minorías, en
efecto, atacan los pilares esenciales de las democracias.
El semanario británico
The Economist, que sirve de boletín
informativo a las elites liberales mundiales, comparte esta visión.
Cuando, el pasado 16 de junio, se inquietaba ante un “alarmante
deterioro de la democracia desde la crisis financiera de 2007-2008”, no
culpó ni a las abismales desigualdades de la riqueza, ni a la
destrucción de los empleos industriales por el libre comercio, ni al no
respeto de la voluntad de los electores por los dirigentes “demócratas”,
sino que criticaba a “los hombres fuertes [que] menoscaban la
democracia”. Frente a ellos, espera, “los jueces independientes y los
enérgicos periodistas forman la primera línea defensiva”. Un dique tan
estrecho como frágil.
Durante mucho tiempo, las clases superiores se beneficiaron del juego
electoral gracias a tres factores convergentes: la creciente abstención
de las clases populares, el “voto útil” debido a la repulsa que
inspiraban “los extremos” y la pretensión de los partidos centrales de
representar los intereses combinados de la burguesía y de las clases
medias. Pero hoy día, los demagogos reaccionarios movilizan a los
abstencionistas; la gran recesión ha debilitado a las clases medias y
los arbitrajes políticos de los “moderados” y de sus brillantes asesores
han desencadenado la crisis del siglo…
El desencanto relativo a la utopía de las nuevas tecnologías se suma a
la amargura de los amateurs de sociedades abiertas. Ayer alabados como
los profetas de una civilización liberal-libertaria, los patronos
demócratas de Silicon Valley han construido una máquina de vigilancia y
de control social tan potente que el Gobierno chino la imita para
mantener el orden.
La esperanza de un ágora mundial impulsada por una
conectividad universal se derrumba, en detrimento de algunos de sus
comulgantes de antaño: “La tecnología, por las manipulaciones que
permite, por las
fake news, pero más aún porque vehicula la
emoción en lugar de la razón, refuerza más a los cínicos y a los
dictadores”, gimotea un editorialista
(17).
Conforme se acerca el trigésimo aniversario de la caída del Muro de
Berlín, los heraldos del “mundo libre” temen que se agüe la fiesta. “Una
elite instruida, muy prooccidental dirigió en gran medida la transición
hacia las democracias liberales”, admite Fukuyama. Desgraciadamente, a
las poblaciones con menos formación “nunca les atrajo este liberalismo,
la idea de que se podía tener una sociedad multirracial, multiétnica, en
la que todos los valores tradicionales se borrarían ante el matrimonio
homosexual, la inmigración, etc.”
(18).
Pero, ¿a quién imputar esta falta de influencia de la minoría
ilustrada? A la indolencia de todos los jóvenes burgueses que, se
exaspera Fukuyama, “se contentan con quedarse sentados en casa, con
alegrarse por su amplitud de miras, por su ausencia de fanatismo. (…) Y
que no se movilizan contra el enemigo más que sentándose en la terraza
de un café con un mojito en la mano”
(19).
En efecto, no será suficiente… Y tampoco el hecho de escudriñar los
medios de comunicación o inundar las redes sociales con comentarios
indignados destinados a “amigos” igual de indignados, siempre por las
mismas cosas. Obama lo ha comprendido. El pasado 17 de julio proporcionó
un análisis detallado, con frecuencia lúcido, de las décadas pasadas.
Pero no pudo impedir retomar la idea fija de la izquierda neoliberal
desde que adoptó el modelo capitalista. En resumen, como el ex primer
ministro italiano de centroizquierda Paolo Gentiloni le recordó a Trump
el 24 de enero de 2018 en Davos, “se puede corregir el contexto, pero no
cambiarlo”.
La globalización, como admite Obama, ha venido acompañada de errores y
de rapacidad. Ha debilitado el poder de los sindicatos. Ha “permitido
que el capital se libre de los impuestos y de las leyes de los Estados
moviendo cientos de miles de millones de dólares simplemente presionando
una tecla de un ordenador”. Muy bien, pero, ¿cuál es el remedio? Un
“capitalismo inclusivo”, ilustrado por la moralidad humanista de los
capitalistas. Desde su punto de vista, solo esta raya en el agua podría
corregir algunos de los defectos del sistema. Ya que no ve otro
disponible y, en el fondo, este le conviene…
El expresidente estadounidense no niega que la crisis de 2008 y las
malas respuestas que se aportaron (también por él, imaginamos)
favorecieran el auge de una “política del miedo, del resentimiento y del
repliegue”, la “popularidad de los hombres fuertes”, la de un “modelo
chino de control autoritario juzgado como preferible a una democracia
percibida como desordenada”.
Pero asigna la responsabilidad esencial de
estos desajustes a los “populistas” que recuperan las inseguridades y
amenazan al mundo con una vuelta a un “orden antiguo, más peligroso y
más violento”, eximiendo de paso de dicha responsabilidad a las elites
sociales e intelectuales (sus pares…) que crearon las condiciones de la
crisis –y que, a menudo, se beneficiaron de ella–.
Semejante panorama conlleva bastantes ventajas para ellas. En primer
lugar, repetir que la dictadura nos amenaza permite hacer creer que
reina la democracia, aunque siga reclamando algunos ajustes
insignificantes. De manera más fundamental, la idea de Obama (o aquella,
idéntica, de Macron) según la cual “dos visiones muy diferentes del
futuro de la humanidad compiten por los corazones y las mentes de los
ciudadanos del mundo entero” permite escamotear lo que esas “dos
visiones” comparten.
Nada menos que el modo de producción y de propiedad
o, retomando las propias palabras del expresidente estadounidense, “la
influencia económica, política, mediática desproporcionada de aquellos
que están en la cima”. Ciertamente, nada distingue en este ámbito a
Macron de Trump, tal y como lo ha demostrado, además, su celeridad común
por reducir la fiscalidad sobre los rendimientos del capital en cuanto
accedieron al poder.
Llevar obstinadamente la vida política de las próximas décadas al
enfrentamiento entre democracia y populismo, apertura y soberanismo, no
aportará nada de alivio a esta creciente fracción de categorías
populares decepcionada ante una “democracia” que la ha abandonado y ante
una izquierda que se ha metamorfoseado en partido de la burguesía
titulada. Diez años después del estallido de la crisis financiera, el
combate victorioso contra el “orden brutal y peligroso” que se dibuja
reclama algo totalmente distinto.
Y, en primer lugar, el desarrollo de
una fuerza política capaz de combatir, a la vez, contra los “tecnócratas
ilustrados” y contra los “multimillonarios furiosos”
(20).
Rechazando de esta manera el papel de fuerza de apoyo de alguno de los
dos bloques que, cada uno a su manera, ponen en peligro a la humanidad.