Tuvo que ser en el World Economic Forum, en Davos, en febrero de 1996
donde el renacido capitalismo –actual hijo del capitalismo salvaje del
siglo XIX– se quitase la careta, y tendría que ser Tietmeyer, el entonces
gobernador del todopoderoso Buba, el encargado de proclamar lo que
tantos pensaban pero no se atrevían a explicitar: “Los mercados
financieros desempeñarán cada vez más el papel de gendarmes. Los
políticos deben comprender que estarán en lo sucesivo bajo el control de
los mercados financieros y no solamente de sus electores nacionales”.
Anunciaba con ello el imperio de la globalización y la muerte de la
democracia.
Han transcurrido veintiún años y los principales protagonistas del
mundo económico y financiero han vuelto a reunirse en Davos, pero su
mensaje ya no es tan triunfalista. Sus profecías acerca de que la
globalización traería toda clase de bendiciones para las sociedades no
se han cumplido, las tasas de crecimiento, lejos de aumentarse, se han
ralentizado, el paro se ha incrementado y las desigualdades se han
ampliado. Según un informe publicado por Oxfam,
solo ocho personas poseen la misma riqueza que la mitad más pobre de la
población mundial, 3.600 millones de personas.
En el caso español, la
fortuna de tres personas equivale a la riqueza del 30% más pobre del
país. Es más, la inestabilidad económica se ha extendido a todo el mundo
y se han multiplicado las crisis. El miedo y el desconcierto se han
adueñado en buena medida de los poderes políticos y económicos. Algo no
funciona. La progresiva extensión de lo que llaman populismo se percibe
como una seria amenaza para el sistema y para sus intereses.
La seguridad y el optimismo de hace veintiún años ha desaparecido. De
ahí que el informe que, como es habitual, ha precedido a las sesiones
de este año del World Economic Forum haya estado marcado por el análisis
de los riesgos e incertidumbres que se ciernen sobre el sistema
económico internacional. “La combinación de desigualdad económica y
polarización política amenaza con amplificar los riesgos globales,
erosionando la solidaridad social sobre la que descansa la legitimidad
de nuestros sistemas políticos y económicos”.
Esta edición del Foro de
Davos ha estado caracterizada por un cierto estupor e incredulidad, ante
el fuerte descontento y frustración que se ha instalado en las
sociedades más desarrolladas y que está dando ocasión al nacimiento y
avance de movimientos antiglobalización bien sean de izquierdas o de
derechas. En todas estas corrientes puede existir mucha hojarasca,
errores, incluso graves aberraciones, pero no puede negarse que inciden
sobre las múltiples contradicciones y las lacras que se han generado en
el sistema y que denuncian sus resultados. Palabras como proteccionismo y
populismo se han adueñado del escenario.
No deja de resultar curioso (sin embargo, hasta cierto punto lógico)
que haya sido el presidente chino Xi Jinping quien se haya mostrado en
Davos como el máximo adalid de la globalización y enemigo del
proteccionismo. Bien es verdad que el proteccionismo que reprueba se
reduce tan solo al que se basa en contingentes y aranceles, mientras
deja intacto el que se fundamenta en la manipulación del tipo de cambio o
en la competencia desleal en materia social, laboral o fiscal.
Xi Jinping afirmó que nadie sale
vencedor de una guerra comercial, lo cual es cierto, pero esta surge
necesariamente cuando determinados países como China o Alemania
fundamentan su crecimiento en la competitividad exterior mediante el
mantenimiento de tipos de cambio artificialmente bajos o a través de
dumping fiscales, sociales y laborales que generan la progresiva
acumulación de superávits en la balanza por cuenta corriente, forzando
déficits en sus competidores.
El presidente chino fue más allá defendiendo que muchos de los
problemas que ahora tiene la economía internacional no proceden de la
globalización y que esta no fue la causante de la crisis financiera,
sino la falta de regulación adecuada. ¿Pero es que acaso no es la
ausencia de toda regulación la sustancia de la que está construida la
globalización? ¿No es el sometimiento de los políticos a los dictados de
los mercados que proclamaba Tietmeyer en 1996, la base sobre la que se
asienta la globalización?
La gran recesión que se inició en 2007 y de la
que, dígase lo que se diga, aún no hemos abandonado, tuvo su génesis en
los fuertes desequilibrios en las balanzas de pagos acumulados por los
distintos países en los años anteriores (ver mi libro La trastienda de la crisis,
Editorial Península) y en los que China tuvo un papel esencial. Mantuvo
una cotización ficticia e infravalorada del yuan que si bien disparó
sus exportaciones y su expansión económica tuvo como contrapartida la
generación de déficits en otros países, singularmente en EE. UU.
Tras el estallido de la crisis, China comprendió que tenía que
moderar su postura, pero irrumpió en escena un nuevo actor, la UE.
Alemania había seguido la misma política que China pero su superávit se
compensaba con los déficits de los países del Sur, (aunque con graves
problemas económicos para ellos) de manera que la Eurozona en su
conjunto estaba más o menos en equilibrio. Ahora este se ha roto con la
deflación interna a la que se ha sometido a los países deudores que han
corregido sus déficit sin que Alemania haya moderado su superávit; todo
lo contrario, lo ha incrementado.
Xi Jinping descartó en Davos que su país vaya a adentrarse en una
guerra de divisas, pero lo cierto es que su divisa está ya claramente
infravalorada, y el tipo de cambio actual del euro puede ser aceptable
para países como España, Portugal o Grecia, pero está muy por debajo de
lo que correspondería de acuerdo con la economía alemana. De ahí el
superávit de la balanza de pagos de la eurozona en su conjunto. La
situación es claramente inestable. Ni China ni Alemania pueden aspirar a
vivir del déficit de la balanza de pagos norteamericana.
A Trump se le
puede calificar de casi todo, incluso de iluminado y caudillista, pero
no se le puede negar que ha puesto el dedo en la llaga. La globalización
genera desequilibrios insostenibles, inseguridad, crisis e incremento
de las desigualdades. No se puede mantener un sistema que pretende
producir allí donde no se consume, y consumir allí donde no se produce;
que quiere que las rentas vayan en mayor medida a los que ahorran pero
no consumen (los capitalistas), y que consuman aquellos que no perciben
los ingresos (los trabajadores).
(*) Interventor y Auditor del Estado. Inspector del Banco de España
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