Hace una semana, la Unión Europea y Japón anunciaron que habían
alcanzado el consenso necesario para la firma de un Acuerdo de
Asociación Económica entre ambos. Las negociaciones, iniciadas en 2013,
han sido complejas. El interés del acuerdo se deriva, en primer lugar,
del tamaño de estas economías. Japón es la tercera potencia económica
del mundo. Sumada a la economía europea, equivalen juntas a la quinta
parte del PIB mundial.
Lo anterior da lugar a unos importantes lazos comerciales. La Unión
Europea exportó a Japón en 2016 bienes por valor de 58.100 millones de
euros, ascendiendo las exportaciones de servicios a 29.000 millones. En
términos de saldos, la Unión tiene un déficit en el intercambio de
bienes de algo menos de 10.000 millones de euros, más que compensado por
un superávit en servicios de 13.000 millones.
El contenido del acuerdo puede resumirse, simplificando mucho, en
“coches por productos agrarios”. Los aranceles ya eran antes en general
bajos o inexistentes entre ambas zonas, pero con relevantes excepciones.
Las exportaciones de productos agrarios europeos a Japón han sufrido
tradicionalmente trabas considerables.
Ahora, los agricultores europeos
podrán vender en Japón con más facilidad productos como el vino, la
carne de vacuno y porcino, o los productos lácteos (como el queso, muy
demandados allí).
El arroz, por el contrario, ha sido excluido del
acuerdo. Según los casos, los aranceles desaparecerán de forma
inmediata, lo harán de acuerdo a un calendario o disminuirán. Japón se
ha comprometido además a respetar las denominaciones de origen de
numerosos productos agrarios europeos para evitar las imitaciones.
España, como potencia internacional en el sector agroalimentario, se
beneficiará especialmente de estas nuevas facilidades. Los aranceles a
las exportaciones europeas de textiles y calzados, de nuevo sectores con
considerable presencia española, también se reducirán progresivamente,
llegando en algunos casos a desaparecer.
A cambio, la principal contrapartida europea ha consistido en aceptar
una eliminación progresiva de los aranceles que pagan los automóviles
importados desde Japón, actualmente del 10%. Se trata de una medida
importante para los grandes fabricantes japoneses, como Toyota y Honda,
pues la Unión Europea es el principal mercado importador de vehículos
del mundo.
Más allá del comercio de bienes, Japón facilitará también a las
empresas europeas licitar con mayor facilidad para obtener contratos
públicos. El acuerdo de asociación compromete además a los firmantes a
aumentar la cooperación en asuntos como la protección del medio ambiente
y los delitos informáticos.
Donde no se ha llegado a un acuerdo es en el procedimiento para
resolver las disputas entre inversores y gobiernos. Japón se ha negado a
aceptar el nuevo sistema que defiende la Unión Europea, basado en
tribunales en vez de arbitrajes. Los japoneses consideran que los
procedimientos actuales bastan.
En cualquier caso, aún falta completar el largo y complejo proceso de
ratificación del Acuerdo por los distintos países de la Unión Europea.
El caso del CETA ha demostrado que tal dificultad no debe subestimarse.
Este nuevo acuerdo ha de enmarcarse en el nuevo panorama geopolítico
provocado por la elección del estrafalario e indocumentado Donald Trump
como presidente de los Estados Unidos. Según su tosca visión, el
comercio es una forma de guerra, en la que unos ganan a costa de las
pérdidas de los otros.
En fin, lo mismo que se creía hace tres siglos,
antes de Adam Smith, David Ricardo y el nacimiento de la Economía.
Pensando así, ha retirado a Estados Unidos del TPP con los países del
Pacífico, quiere renegociar el NAFTA con México y Canadá, y amenaza con
imponer aranceles a las exportaciones europeas (comenzando por el
acero).
Trump debería tener cuidado y asesorarse mejor. La Unión Europea es
tan grande económicamente como Estados Unidos, que cada vez tiene menor
peso en la economía mundial. La respuesta de la Unión Europea ante estas
tensiones comerciales ha sido acertada y contundente: avisar de que
adoptará represalias frente a las exportaciones estadounidenses a Europa
(si se ve obligada a ello), mientras firmaba dos trascendentales
acuerdos comerciales con Canadá y Japón. De esta forma, la Unión Europea
se postula como socio para llenar el vacío que deje Estados Unidos en
las relaciones comerciales internacionales.
Como carambola adicional, los nuevos acuerdos dejan todavía más en evidencia al Reino Unido del Brexit.
Estos eran los tratados que el Reino Unido se proponía firmar gracias
al abandono de la Unión Europea. Ahora resulta que es la propia Unión
quien en realidad los protagoniza.
La estrategia comercial de apertura adoptada por la Unión Europea es
una buena noticia, pues el comercio internacional resulta mutuamente
beneficioso para los participantes. Si no me falla la memoria, en una de
sus parábolas (redactadas para defender el libre comercio en el siglo
XIX) el economista francés Frédéric Bastiat narraba la historia de un
ciudadano premiado por su gobierno, gracias a haber descubierto un
método mágico que permitía convertir milagrosamente el trigo (la única
producción de su país) en todo tipo de útiles productos de consumo o
maquinaria.
Sin embargo, cuando ese gobierno descubrió que tal método
era el comercio internacional, decidió inmediatamente condenar al
bienhechor como a un delincuente. Trump debería leer a Bastiat o, en su
defecto, cualquier manual de Introducción a la Economía.
(*) Catedrático de Economía Aplicada en la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid.
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