BELGRADO.- Cientos de refugiados, en su mayoría sirios, sobreviven en la frontera 
de Serbia, en terribles condiciones. Expuestos y desprotegidos, luchan 
contra el frío extremo y la nieve. Para ellos no hay sitio en los campos
 de refugiados de la zona. Hacen cola para conseguir un plato de 
legumbres que se sirve frío y un mendrugo de pan. En cuclillas, 
tiritando por los 18 grados bajo cero, comen un plato del que 
posiblemente no identifiquen ni el sabor. 
Son imágenes de la Europa de 
2017, pero que recuerdan escenarios pasados. También es un enero duro en
 Hungría. 20.000 personas esperan en tiendas de campaña que se resuelva 
su solicitud de asilo, en un país que no se cansa de repetirles que no 
son bienvenidos. Un país que los mira de reojo a través de guardas, de 
cámaras de seguridad y de helicópteros. Más fríos incluso que este crudo
 invierno.
Los campos de refugiados están llenos y solo se suele permitir entrar a 
mujeres y niños, lo que deja a los hombres en busca de cobijo allí donde
 pueden, como almacenes abandonados en el centro de Belgrado o en campos
 al sur de la frontera. Quienes se encuentran en las tiendas de campaña 
pueden ser considerados los afortunados, ya que son los que están cerca 
de una fila no oficial administrada por los propios refugiados para 
presentar una solicitud de asilo en uno de los dos puntos de paso 
reconocidos a Hungría, Horgos y Tompa. Pero el brutal temporal de frío 
actual les hace pagar un alto precio.
Sus tiendas improvisadas, forradas con mantas, son caldeadas solo con 
brasas introducidas en el interior al caer la noche. Muchos de los niños
 que deambulan por él solo llevan delgadas sudaderas y zapatillas. "La 
gente esta sufriendo y hay muchas infecciones respiratorias", ha contado
 Milana Radosavljevic, doctora de Médicos Sin Fronteras (MSF).
Todo ello para ser uno de los pocos afortunados a los que se permite 
solicitar asilo en Hungría en unas pequeñas oficinas en un contenedor 
establecidas para ello en Horgos y Tompa, con la esperanza de que se les
 permita entrar en la Zona de Tránsito y, en último término, convertirse
 en uno de los diez refugiados al día que entran a Hungría desde cada 
puesto. "Solían ser quince personas al día", cuenta Alí Reza, un joven 
paquistaní. 
"Las familias dicen que hay que esperar mucho en Serbia, 
seis o siete meses", añade.
Hungría ha dejado claro que no da la bienvenida a los 
inmigrantes. Su primer ministro, Viktor Orban, ha fortificado la 
frontera, una de las lindes exteriores de la UE, con una valla con 
concertinas y miles de agentes y soldados patrullando la zona, donde 
además se han instalado cámaras sensibles al calor y sobrevuelan 
helicópteros.
Pero aún así siguen llegando los inmigrantes. Unos 1.500 
están refugiados en almacenes abandonados en Belgrado. En uno de ellos, 
cientos de hombres, principalmente afganos, duermen sobre el suelo de 
hormigón, quemando plásticos y basura para calentarse, lo que les hace 
inhalar denso humo. "Hace tanto, tanto frío que necesitamos estos 
fuegos", explica Salim Shinuari, de 22 años y originario de Afganistán. 
"Los trabajadores humanitarios nos dan comida, pero hace frío dentro", 
añade.
Las autoridades afirman que la mayoría de los 7.000 
inmigrantes que se estima hay en Serbia proceden de Afganistán, Irak o 
Siria. Hungría registró 30.000 solicitudes de asilo en 2016, según el 
Gobierno, de las que menos de la mitad fueron aceptadas. Además, casi 
20.000 abandonaron el tortuoso proceso inicial e intentaron entrar de 
forma ilegal.
 
 
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