ATENAS.- Kyriakos Sirikos, de 49 años, y Sultana Stefanidu, de 48,
sólo han podido salvar una cosa de la ruina en que la crisis ha
convertido sus vidas: su matrimonio. Con el candor y la inocencia de
unos novios antiguos, la pareja relata los pesares que inundaron su casa
al abatirse, como un castigo bíblico, la gran tormenta económica global
sobre Grecia en 2010, fecha del primer rescate de la troika, relata El País, de Madrid.
"Hasta esta primavera llevábamos 65 meses en paro los dos. No
cobrábamos nada, no hemos tenido ninguna cobertura social ni tampoco
podíamos pagar un seguro médico privado. Pero lo peor es el desgaste
psicológico, todo el día dándole vueltas a la situación. Menos mal que
los hijos nos hacen reaccionar... Ellos tiran de nosotros, como nosotros
tiramos de los abuelos para sobrevivir".
Kyriakos y Sultana son un ejemplo prototípico de víctimas de la
recesión, en Grecia y por doquier: esas clases medias laminadas por la
austeridad que se han convertido en los nuevos pobres del mundo; de
promedio, los hogares griegos han visto reducidos en un 40% sus ingresos
en la última década.
Un paseo por su barrio, Keratsini —antaño cinturón
obrero y rojo de Atenas, hoy vivero de votos ultras a causa del
desempleo que coadyuvó la crisis—, permite comprobar los estragos de una
década de recesión: abandono del mobiliario urbano, ausencia de
servicios; una caries diseminada por las fachadas que hace que, en
comparación con la capital —a sólo una docena de kilómetros— la
geografía de Keratsini parezca más oriental, africana incluso, que
europea.
Dueños de un pequeño bar en El Pireo que los comió a deudas, sin
estudios ni capacitación profesional para intentar alternativas, Sirikos
y Stefanidu tuvieron que recurrir para sobrevivir al padre de él,
antiguo obrero metalúrgico que en ocho años ha visto mermada su pensión
varias veces: de 1.100 euros a 850, hasta los actuales 620, único
ingreso para mantenerse él, su esposa, y sus dos hijos, con sus
respectivas familias.
Tras la subida en 2015 del tramo máximo del IVA al
23%, que eliminó de la dieta griega innumerables productos de
alimentación, hacer la compra implica pedir fiado. "Y nada del ir al
súper, los precios son imposibles. Compramos fruta y verdura en el
mercadillo semanal, y sólo comemos carne y pescado cuando algún vecino o
familiar nos lo trae de su pueblo", explica Stefanidu.
El recurso a los
mercados populares ha revitalizado los cultivos de proximidad y
propiciado un consumo más responsable, intensificando la relación
directa entre productores y consumidores, con movimientos cívicos
organizados por todo el país. Es una de las pocas consecuencias amables
de la crisis, pero un alivio pírrico al fin y al cabo.
Entre 2008 y 2014, el PIB de Grecia cayó un 29%. El desempleo ronda
hoy el 20% (aunque el juvenil supera el 40%) frente al pico máximo del
30% (y el 60% para los jóvenes) en los peores años de la crisis.
En
2015, según Eurostat, el 41% de los griegos sufrían algún tipo de
privación material; es decir, dificultades para afrontar necesidades
básicas como alimentación, calefacción y pago de alquiler o hipoteca;
del total, en el 22% de los casos la privación era severa. La mitad de
los niños vivían en hogares con carencias.
Para los desempleados o
aquellos que no podían pagarse un seguro, la cobertura sanitaria
expiraba tras un máximo de dos años. Alrededor de 2,5 millones de
griegos se quedaron sin seguridad social durante la crisis, aunque una
ley adoptada en 2016 introdujo la sanidad universal para todos, griegos e
inmigrantes.
"Dios ha querido darnos buena salud para afrontar el calvario, al
menos no hemos tenido que gastar dinero en médicos estos años", bromea
Sirikos, sentado junto a su esposa en una triste aula de una academia
del barrio, donde han seguido un curso de fomento de empleo para parados
de larga duración financiado por la UE.
Su decoro —pulcros y perfumados
ambos— contrasta con el abandono de las instalaciones. "Tras el
cursillo, nos contrataron en mayo como bedeles en dos colegios del
barrio, con un sueldo de 495 euros por cabeza, pero al terminar el curso
escolar hemos vuelto a quedarnos en paro y ahora sólo cobramos una
ayuda de 214 euros. Las escuelas son las que son y sólo cabe esperar que
nos vuelvan a contratar, si hay suerte. Pero incluso esta breve
experiencia ha sido enorme: "¡Al fin nos sentíamos útiles!", cuenta
Sirikos.
La pareja exhibe una fortaleza interior y una serenidad
envidiables, eso que algún moderno llamaría resiliencia, en medio de la
sensación de derrumbe circundante.
Se han salvado de otra plaga, la de los desahucios, pues viven en la
modesta casa que el padre construyó en los años sesenta y a la que
añadió sendos pisos para los hijos. El Gobierno de Syriza había blindado
por ley durante cinco años la primera residencia (hasta un valor de
300.000 euros) pero ulteriores exigencias de la troika le obligaron en
julio a recortar la moratoria, de la que sólo se salvarán los
propietarios de viviendas con ingresos más bajos (el 25% de la cartera
de hipotecas morosas).
Porque, como en el caso de las ejecuciones hipotecarias, o la
interminable reforma de las pensiones —con nuevos ajustes previstos en
2019—, las imposiciones de la troika van mucho más allá del tercer
rescate.
Pese a la anhelada conclusión del programa de ayuda
—empañada por el catastrófico incendio que a finales de julio dejó más
de 90 muertos—, existen pertinentes dudas sobre los factores de
desarrollo necesarios para mantener al país en la senda impuesta por los
acreedores: esa obligación de conseguir un superávit primario del 3,5%
hasta 2022, y el 2% hasta 2060.
Un crecimiento sostenido difícil de
lograr incluso para países productores de petróleo, según algunos
expertos. Por mucho que quieran —o puedan— trabajar los hijos de
Kyriakos y Sultana (la mayor, universitaria; el segundo bachiller y el
pequeño en el colegio), que en ese lapso se harán mayores, tendrán sus
propios vástagos y, todos juntos, seguirán devolviendo la deuda (180%
del PIB) hasta entonces. Ese es el plazo: 2060, una nueva odisea para
Grecia.
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