Esto del burkini ha sido el tema del
verano y a su cuenta se han intercambiado fogosos argumentos en un
sentido u otro. Resulta curioso que el debate no sea tanto sobre el
hecho en sí (que unas mujeres vayan a bañarse vestidas) como sobre su
significado latente; no sobre un comportamiento que pudiera ser
vituperable (y que, de hecho, no lo es) como sobre su intencionalidad o
presumible propósito. Dicho en plata: si no hubiera habido los atentados
recientes en Francia, Bélgica y otros países europeos, a nadie hubiera
llamado la atención que unas personas fueran a las playas ataviadas más o
menos como nuestras abuelas en sus tiempos.
Vivimos
en sociedades libres en las que el avance de las concepción de los
derechos de la persona he hecho retroceder hasta su casi desaparición
comportamientos no hace mucho penados como delitos en función de
criterios muy elásticos que se prestan a interpretaciones arbitrarias,
como la moralidad, el decoro, la decencia públicas. En nuestros días
cada cual viste y se comporta como le place. Esta concepción amplia de
los derechos solo conoce como límites el interés público y los derechos
de los demás. Por supuesto, vuelven a ser límites en el fondo
imprecisos. Pero, para llegar a ellos es preciso referirse a casos
extremos y por tanto excepcionales. Y la indumentaria de los/las
bañistas no suele contarse entre ellos.
En
una sociedad democrática-liberal ordinaria la indumentaria y apariencia
exterior es libre, carece de sentido y fundamento y es ilegal obligar a
la ciudadanía a llevar o dejar de llevar ciertas prendas. Por tanto, la
reciente prohibición del burkini en la Costa Azul francesa es una
evidente extralimitación que el Consejo Constitucional ha dejado
felizmente sin efecto. Es ridículo que la autoridad se arrogue
facultades para decidir cómo deben o no deben vestir las personas.
La
justificación de la prohibición del burkini, sin embargo, invoca otros
argumentos. El más frecuente es el que va más allá de lo puramente
fáctico para entrar en el campo de lo semiótico. El burkini debe
prohibirse no por lo que es de hecho sino por lo que significa,
por el mundo de representaciones mentales, ideológicas, religiosas y, en
último término políticas que conlleva. Está claro, dicen, que nadie
quiere interferir en el ejercicio personal de los derechos de las
mujeres musulmanas.
Aunque tampoco es extraño escuchar observaciones
acerca de si estas mujeres son verdaderamente libres o están
coaccionadas por usos, creencias, comunitarias y colectivas de las que
en el fondo son víctimas. Es algo que merece la pena considerar, sin
duda, pero sin olvidar que lo mismo puede decirse y sospecharse de otros
comportamientos sociales que pasan incuestionados en la sociedad,
singularmente, muchos de los usos y costumbres (y no solo en la
indumentaria) de los católicos y sus curas y monjas.
La autoridad debe
velar porque nadie se vea obligado a actuar en contra de su voluntad por
imposición exterior, pero no tiene nada que decir cuando el
comportamiento -por muy servil y denigrante que pueda parecer- es
libremente consentido por la persona.
Pero
el argumento de los prohibicionistas tampoco acaba aquí. Señalan el
mencionado hecho del aspecto simbólico de la indumentaria en cuestión,
considerando que su importancia radica en su carácter premonitorio. El
burkini es una provocación consciente a los valores occidentales y lleva
en su seno una amenaza totalitaria de islamización de nuestras
sociedades. Estas acogen a los musulmanes, pero no tienen por qué
aceptar sus pautas culturales ni sus valores. Cierto. Pero no parece que
el burkini en sí mismo encierre esa pontencialidad del mal. Más bien se
trata de una sobrerreacción producto del nerviosismo por la sórdida
presencia del terrorismo y que, paradójicamente, da la razón a la
actitud que quiere combatir a base de cebarse en el sector más débill
del conflicto: las mujeres.
La
prohibición del burkini es una prueba de debilidad de nuestras
sociedades y justifcarla con un razonamiento de carácter preventivo, un
evidente abuso de autoridad. Que cada cual vista como quiera, siga los
usos que quiera es una pequeña pero muy significativa parte de nuestra
idea de la libertad. Admitir la injerencia de la autoridad pública en la
vida privada de la gente por oscuros motivos de moralidad o
previsiones de seguridad pública basadas en meras suposiciones es lo que
verdaderamente ataca los valores de la tradición liberal y tolerante de
nuestros Estados.
(*) Catedrático emérito de Ciencia Política en la UNED española
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